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Hiroshima


Reseña de “Hiroshima”, crónica escrita por John Hersey


Hiroshima habla de la sombra de una ciudad, porque eso y un poco más fue lo que quedó después de que Little Boy, que ardió a 6000 grados, explotara en el centro de Hiroshima. “Seis kilómetros cuadrados de cicatriz entre rojiza y marrón donde casi todo había sido quemado o destruido: línea tras línea de manzanas destruidas con crudos letreros puestos aquí y allá, sobre pilas de ladrillo y cenizas («Hermana, ¿dónde estás?», o «Todos a salvo y viviendo en Toyosaka»); árboles desnudos y postes de teléfono inclinados; escasos edificios, de pie pero destripados”.



En este escenario, la sombra de seis personajes oscilan y parpadean, a ratos a punto de extinguirse. Entre decenas de miles que no lo lograron, ellos sobrevivieron. Pequeños giros de suerte o voluntad —un paso dado a tiempo, la decisión de entrar o salir, haber tomado un tranvía en vez de otro—, salvaron su vida.


En una ciudad con 200.000 heridos y muertos, un padre alemán, un reverendo japonés, una modista, un doctor, un cirujano y la empleada de una fábrica, tratan de sobrevivir mientras presencian la agonía de sus compatriotas. “Los heridos guardaban silencio; nadie lloraba, mucho menos gritaban de dolor; nadie se quejaba; de los muchos que murieron, ninguno murió ruidosamente”, (…) “la bomba parecía casi un desastre natural: un desastre que era simplemente consecuencia de la mala suerte, parte del destino”.


John Hersey escribe a blanco y negro, pero no porque falten detalles, sino porque no hay adornos, ni eufemismos, simplemente deja que la historia hable por sí misma, como él siempre dijo. Esta historia parece contada —más que por la voz de un narrador—, por la voz de la realidad. El narrador se hace invisible a tal punto que Truman Capote llegó a calificarlo como mecanógrafo: alguien que tan solo pasaba datos, que describía, que no descubría nada.


No obstante, “el estilo plano fue deliberado —escribió Hersey 40 años después de la publicación de Hiroshima—, y todavía pienso que fue correcto adoptar ese estilo. Una forma literaria demasiado pretenciosa o una muestra de pasión me habrían introducido en la historia como un mediador, (…) quería eludir aquella mediación”.


Hiroshima, que fue leída en radio y que ocupó el número completo de The New Yorker el día que fue publicado, no es una crónica roja. Porque a pesar de las escenas, que son muy gráficas, no hay nada de más ni de menos. No se analiza ni se critica —en un acto sorprendente de objetividad— las razones —tal vez porque no las hay— para asesinar deliberadamente 100.000 personas. No es una reflexión, ni tampoco un ensayo, porque el autor no existe. Sobre todo —a pesar de que lo parezca—, no es ficción.


Y es que Hiroshima más que una historia, es una experiencia. Hiroshima —tal como cayó la bomba—, cae sin ser notado en la mente del lector. Como Little Boy, lo peor no viene con el impacto, sino con las secuelas.



Desde 1964, Hiroshima mantiene prendida la Llama de la Paz, con la promesa de apagarla el día en que el mundo se vea libre de las armas nucleares.
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