Imagen tomada de la obra de Erika Diettes (www.erikadiettes.com)
Brillan con un aura suave, que a pesar de ser brillante no llega a ser alegre. Hace frío, pero es un frío lento, de esos que se toman su tiempo para calar hondo, morder en los huesos...
“Al principio yo no entraba casi porque no me gustaba, me hace recordar mucho sobre mi papá(…), mi papá lo mataron”, recuerda María López con un ligero quiebre en la voz. En una sala del Museo de Antioquía (Colombia), yacen cubiertos de resina de ámbar los testigos mudos de un tiempo pasado, de un recuerdo difuso. Alineados perfectamente en filas rectas, se extienden hasta el fondo de la sala. En un espacio de pisos y paredes de color negro, se alzan 165 bases cuadradas del mismo color, sobre ellos reposan piezas cuadradas de resina en las que yacen congelados recuerdos de aquellos que ya no están.
Haciendo contraste, del techo alumbran filas de focos de luz, uno para cada pieza. Vistos de lejos, su color oscila entre los matices del amarillo ámbar; algunos tienden al amarillo melocotón, otros al ámbar oscuro. Cada uno tiene una personalidad propia, cada uno encarna un pasado. Brillan con un aura suave, que a pesar de ser brillante no llega a ser alegre. Hace frío, pero es un frío lento, de esos que se toman su tiempo para calar hondo, morder en los huesos. En el aire flota un aroma a polvo, madera y tierra.
Un solitario cepillo de dientes me llama la atención. Erika Diettes, la creadora de la obra, compartió su historia, en una entrevista con BBC. Por seis años fue atesorado por una madre que perdió a su hijo; para no olvidarle, dejaba su cepillo junto a los otros en el baño. Su explicación era que cuando alguien va a una casa, sabe cuánta gente vive allí contando los cepillos.
Imagen tomada de la obra de Erika Diettes (www.erikadiettes.com)
En la puerta de entrada, está sentado un hombre, en su camiseta reza: Museo de Antioquia. Un hombre de sonrisa fácil se le acerca y trata de entablar conversación, por la distancia apenas escucho unos fragmentos:
—¿Cómo es su nombre amigo? —dijo el transeúnte.
—¿Qué? —dijo el guardia.
—Su nombre.
—Para qué… John Edison.
—Mucho gusto, bueno y ¿qué tal le parece la obra?
—No estamos autorizados para dar ninguna clase de información.
Al parecer no podré hablar con él, no suena como una persona muy conversadora. Hay pocas personas en la sala, algunos de ellos entran con una cámara, otros se arrodillan para contemplar de cerca alguno de los cuadrados brillantes, de cualquier forma no suelen quedarse mucho tiempo. Después de una hora entre aquellas filas, empiezo a comprender por qué.
Una hora antes había entrado con la curiosidad del que no conoce y la atención del que se dispone a capturar cada detalle, ahora salía contagiado por una espesa nostalgia. He recorrido apenas veinte altares, pero lo que antes parecía sencillo, ahora parece un sinsentido. Los cuadrados negros se extienden en pulcro orden, casi parece que fueran más que antes. El tono negro de la habitación pinta el ambiente de luto. Mi visión es embargada por una sensación grisácea, ausente de color. Presiento que si me quedo mucho más tiempo, corro el peligro de terminar en un rincón, convertido en un recuerdo, uno más de ellos.
Afuera, ocupando el lugar del guardián de pocas palabras, está sentada una chica, María López . Ella, un poco más abierta, recuerda los días de inauguración de la sala; en un principio, la sala solo estuvo abierta a las familias que entregaron los trocitos de memoria que componen la obra. “Al principio me impactó mucho, esos primeros días fue difícil (…), entrar a esa sala y ver a esas personas”. Debido a que María perdió su padre en manos de la violencia, el duelo de esas familias le recordó su pérdida.
Al lado derecho de las puertas, reza en letras doradas la descripción de la obra; “Relicarios es mucho más que un proyecto artístico. Es una obra en duelo. (…) Se ha dicho que el corazón es la casa del espectro de aquellos a quienes hemos amado, y que por ello la tumba es el corazón vivo donde habitan las sombras de los que hemos perdido”.
Al poco tiempo, María se marcha y otra persona viene a ocupar su lugar. Su nombre es Ángela, a ella, en contraste con María, la obra “no le produce nada”. Proveniente de Remedios, un pueblo donde la violencia era el pan de cada día, Ángela solo reconoce en esa sala un entorno familiar. Ella ha aceptado la violencia como una parte más de su realidad; “esta es la vida que nos tocó, así hay que vivirla”.
Comments